Sé que es ella porque tiene una extraña y sutil tara al caminar. Es algo superfluo y completamente irrelevante, casi imperceptible. Tanto es así, que pienso que ni siquiera ella misma ha reparado nunca en este hecho. Pero yo sí: Cada tres pasos, el repicar de sus tacones cambia el tempo, rompe la monotonía y deshace la cadencia de su trasegar; suena como un rápido redoble de tambor, como el latido de más en una arritmia cardíaca congénita que podría matarte. Es un sonido nimio, glorioso, molesto para muchos. Es el sonido por el cual mi hogar merece tal apelativo, es el sonido de «volver». Es el único sonido que logra apaciguar mi ánimo y templar mi nervio, y, tanto es esto así que, cuando por fin lo escucho tras varias horas de espera apostado junto a la ventana, casi consigo olvidar que me engaña con otro hombre desde hace ya tres años, desde que se compró aquellos malditos zapatos rojos cuyo torpe repicar reverberando por la escalera del zaguán hace que me sienta un poco menos solo.