Ellos llegan siempre cuando los demás ya se han ido. No faltan a nuestra cita nocturna. Bien saben que me paso el día esperando sentir sus algodonosas patitas sobre la piedra fría de mi lápida. Una tumba es un lugar tan escaso, tan húmedo. La de Antígona era mucho más profunda y la luz entraba de refilón iluminando en dorado la cavidad rocosa. Pero en la mía se olvidaron las rendijas y los tragaluces. Los vivos no saben todavía que los muertos tenemos nostalgia de luz. Creen que porque nos cierran los ojos ya no percibimos la claridad de una llama. Tan solo ellos, mis gatos fluorescentes, vienen a iluminarme las horas que anteceden a la aurora. Como antes, nada ha cambiado, como cuando salimos en estampida de Roma, ellos delante y yo detrás: un reguero de luceros. Ahora ya no puedo seguirlos, mis pobres huérfanos, pero ellos se encaraman sobre la tumba y fieros empiezan a aullarle al sol de la medianoche. Si hay suerte, a veces ocurre que la de doradas mejillas, enternecida por el lamento felino, desata los lazos de mi ataúd para que entre un rayito a caletarme.
Olga este microrrelato es uno de los mejores que he leído en la lista de los 50. Me encantan las historias que incluyen felinos. Te invito a leer el mio Ronquidos. Te deseo éxito.
Muchas gracias, Andreina. Tu microrrelato me parece fascinante, tan ágil, tan veloz. Suerte a ti también.
Muchas gracias, Andreida. Tu microrrelato es fascinante, tan ágil y veloz. Suerte a ti también.
Me gusta mucho. Te deseo mucha suerte, Olga.