Recuerdo que era muy tarde. Había pasado todo el día preparando el seminario para la próxima semana cuando la madrugada me sorprendió rebuscando entre carpetas y apuntes tachados.
Mi despacho parecía un campo de guerra. Tazas de café a medio beber en todo rincón imaginable, una montaña de colillas asfixiándose en el cenicero y un manto de papeles cubría la estancia como una repentina tormenta de nieve invernal.
La lluvia golpeaba las ventanas con fuerza y la dichosa diapositiva 23 seguía sin aparecer.
Unos firmes golpes en la puerta me sobresaltaron y dejé caer las carpetas. Comprobé mi reloj. No esperaba visitas y menos a esas horas. Preferí fingir que no había nadie en el despacho con la esperanza de que fuera quien fuese se marchara. Me dejé caer en la silla y encendí un cigarrillo. Tanto esfuerzo me estaba matando.
La puerta sonó de nuevo.
Me levanté a regañadientes. Abrí la puerta airado y dispuesto a despedir personalmente al inoportuno visitante pero no había nadie en el rellano. Recorrí el oscuro pasillo asombrado y receloso. No, ni rastro de que alguien hubiera estado allí.
Cuando regresé a mi despacho, algo crujió levemente a mis pies. Un periódico.
Estaba manchado de una sustancia reseca y rojiza y se podía leer "Lo siento" escrito con rotulador en el borde superior. La página mostraba la fotografía de un accidente de tráfico. No pude distinguir a la víctima pero me fijé en que sostenía algo en su mano.
Una diapositiva marcada con el número 23.