Intentó estrecharla lo más fuerte que pudo contra sí, pensando que si conseguía atarla de este modo al mundo físico, quizá pudiera evitar que se transportara a lugares a los que él jamás la podría visitar, inaccesibles para el ser.
Con los ojos cerrados trató de abrazarla ignorando su inminente desaparición. Hizo con sus brazos una cadena, aprisionándola al negarse a aceptar su desintegración en un montón de polvo sin nombre y comprobó con tristeza que ya era tarde para algo así.
Marta se alejaba ya en todas direcciones con ayuda del viento. Alzaba el vuelo hacia la inmensidad de una libertada que siempre había sido suya (que siempre le había correspondido).
Con lágrimas agachó la cabeza buscando el adiós que no había llegado a expirar. Topó con unos labios fríos e inmóviles. Maldijo ese hermoso cuerpo que había albergado a su amor y que ahora no era más que una cáscara vacía. Se asomó a sus ojos de cristal que, abiertos de manera permanente, reflejaban los últimos brillos de la tarde otoñal y acertó a comprender que allí no vivía nadie. Tan solo quedaban ruinas.
Sintió que el aire albergaba más que polen e inspirando pesadamente supo que aquello era una despedida.
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