¿Cuántos amantes habrá visto la Venus de Milo?, preguntaba improvisando Petros frente a un vaso de ouzo. Acaso en su nativa Grecia –prosigue–, mientras iba siendo pulida, tal vez con sólo un ojo todavía, contempló desde una esquina del taller, anónima, la carne contra la carne de dos jóvenes que fornican; era vox pópuli, se maliciaba en Roma –matiza–, que los ayudantes del taller trajeran a sus vestales a escondidas para disipar los rigores del trabajo. Con esa experiencia de amor y amputada, pétrea, hoy se exhibe en un museo –’si aún fuera a parar a los fondos…’, piensa– donde si se besan unos novios resulta insípido el amor, aséptico, sin llaga. Y ya sea abrazados, de la mano o torpemente flirteando por la sala, no resulta probable que un buen polvo la aleje hacia la infancia y sonría.
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