Armando Grande, a pesar de su nombre, era el hombre más pacífico del mundo. Jamás había peleado con nadie. En el barrio todos lo admiraban por su bondad fuerte y serena, atento siempre a echar una mano. Su mujer era la más feliz consorte -con suerte- del mundo.
Armando había recibido esa tarde un regalo imprevisible e inocente. Los amigos le habían obsequiado, por sus veinte años de matrimonio, un juego de estupendos cuchillos de cocina. Amalia, su mujer, los colocó en la cocina. Armando se los enseñó uno a uno, orgulloso de los buenos amigos, tan detallistas, que tenía. Cenaron como reyes, estrenando algunos de los cuchillos, que fregaron con más cariño que nunca. Se acostaron. A las tres y media de la madrugada algo despertó a su mujer. Había luz en la cocina. Su marido no estaba en la cama…
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