Cuando era pequeño, estuve enamorado perdidamente de aquella señora.
Miraba la foto enmarcada sobre el sillón. El rostro de actriz de otros tiempos, los labios bien perfilados y el lunar. El lunar junto a la sonrisa. Podía pasarme las horas mirándolo. De hecho lo hacía.
Un buen día, la abuela empezó una de sus limpiezas generales. Cuando le llegó la hora a la foto, la desmontó y abrillantó el cristal con ahínco y la volvió a colocar en el marco. Desde aquel momento ya nunca nada volvió a ser lo mismo. El lunar había desaparecido y con él mi primer amor.
Descubrí entonces cómo las moscas, desde su pequeñez, son capaces de hacer que se tambalee toda una existencia.
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