Pancho se llamaba mi analista. ¿Apodo de Francisco? No, típico sobrenombre de simio. Así es: alguna vez me psicoanalicé con un chimpancé.
Ustedes comprenderán: llevaba meses desempleado y la angustia me acorralaba. Y a falta de dinero para pagar por sesiones humanas, necesité descargarme de alguna manera. Los martes, después de las entrevistas laborales, me encaminaba hacia el zoológico municipal con tres bananas (mi pago por la sesión de catarsis). Me acercaba a la jaula y comenzaba a limpiar mi chimenea consciencial frente a la mirada comprensiva del primate.
Hasta que un día cerraron el lugar. Pancho y los demás animales fueron trasladados a una reserva natural en el norte del país. No me importó: ya había emergido de lo más profundo de mi pozo depresivo. Así culminó mi experiencia con el darwinismo freudiano.
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