Un niño sale apresurado del vagón de una noria. Se dirige con el entrecejo fruncido y la cabeza ligeramente agachada al feriante. Lleva los brazos en tensión pegados al cuerpo que terminan en unos puños fuertemente cerrados. Resulta casi cómico por su corta edad, rondará los seis años, ver en la expresión de su rostro como el labio inferior de su boca intenta cubrir al superior en lo que se intuye una mueca de disgusto.
“Devuélvame el dinero”, le dice el niño, con una voz casi en grito que denotaba un claro enfado.
“En este cartel indica: 1 viaje en noria 2 euros. Y esta noria no te lleva a ninguna parte. ¡Estamos en el mismo sitio!”. Apuntó el pequeño, con la lógica que desbordaba una mente despierta propia de la edad, antes de sufrir el terrible letargo en el que caemos los adultos, quienes consideramos que una pobre rueda que nunca recorrerá un camino puede ofrecer un viaje a ninguna parte.
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